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07 abril 2013

La biblioteca no es un lugar para sentarse a leer

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 La biblioteca no es un lugar para sentarse a leer
                                                                                                              
Delfina Morganti Hernández DE ARTÍCULOS Y REVISIONES
                                                                                                              


 La biblioteca no es un lugar para sentarse a leer.

El único ventilador de pie que está prendido se toma dieciséis segundos largos en decir que no con la cabeza, ocho de idea, ocho de vuelta. El silencio que ventila aturde, y cada vez que a alguien le vibra el teléfono celular, los lectores —entes aislados, despatarrados ante mesas anchas de patrimonial estirpe— alzan la vista repentinamente alarmados, como si los hubieran agarrado desprevenidos. Algunos hasta levantan la cabeza. Por primera vez en una hora.

No, no es un principio de incendio— ¿a alguien le importaría si lo fuera?—; está sonando un celular.

“¡Aaaah!”

Desenrollan las manos —¡tenían manos!— y casi al unísono empiezan a buscar, a desenfundar, a prender o apagar, a tocar un par de minúsculos botoncitos. Suspiran. Con cara de “No, no es el mío”, algunos curiosos, los famosos “distraíbles fáciles”, voltean o miran a la distancia. No les basta con saber que nadie los está llamando a ellos, tienen que saber entonces a quién.

Afuera la claridad enceguece. La mañana ya en transición de mediodía y mediodía, para colmo, nublado, se digna a filtrarse por los espacios abiertos del techo. Las nubes pasan como una proyección de diapositivas en curso, y si los ojos juegan a engañarse, hasta es posible poner en duda la cuestión de si es el hombre el que se mueve o la Tierra la que gira, o las nubes, arrastrando a la Tierra y al hombre, o… ¿Dónde estará Copérnico, dónde Newton, dónde ellos en una biblioteca tan grande?

Si uno quiere hurguetear entre sus propias pertenencias con el inocente fin de atrapar una birome, las miradas lo aniquilan. Son miradas inquisidoras, de sospecha, de esas que ponen los lectores de biblioteca cuando el ruido suena a pecado en el mar de un religioso silencio.

Qué lee el otro es una incógnita sin posibilidades de despeje. Hay una distancia de cementerio entre lector y lector, y cada uno está en su mundo, ejerciendo, satisfecho, jurisdicción sobre una vasta mesa de madera sin lustrar. Qué desperdicio esta mesa, garabateada por los insolentes perros que juegan, como no jugaría ni Silvio Astier, a cometer actos atroces de despiadado vandalismo.

Rumi-Vale-Mari-10/10/02                                                             RC Pu…
Pipi RC. 12/09/03
+SO 05

Un crítico de pop art diría que definitivamente hay art, cultura y comunicación en estas inscripciones de principios de milenio. Nunca más van a salir. La tinta se ha incrustado en la madera.

* * *

La biblioteca no es un lugar para sentarse a leer. Hay libros de lomo grueso, bien grueso, con inscripciones grabadas en oro, títulos tentadores que no pueden tocarse sin pedir permiso.

¿Y pretenden leer? (No me escuchan).

¿Acá? (No les importa, si están leyendo).

¿Acá, en medio de todo este espectáculo?

El silencio aturde. En un arrebato de incalificable impulso, arrimo mi silla al ventilador, que por lo menos susurra, digo, y eso por lo menos es algo más que ustedes, indiferentes, diseminados en mesas ajenas, lejanas.

¿Leer, acá? ¿Acá, donde los libros ancianos piden a gritos que alguien pase a hojearlos, donde el silencio da espasmo y la luz artificial confunde? ¿Cómo serles indiferente, cómo esquivar su presencia? ¿Y los que están allá arriba, y los del costado? ¿Qué serán, quién los habrá escrito? Y esos otros, ¿Qué traerán de nuevo, por qué manos habrán pasado, a quién habrán pertenecido, qué biblioteca habrán habitado en su juventud?

Ah… ¡Los estantes inalcanzables de las bibliotecas perdidas! Cuando era adolescente —penoso comienzo de frase— me gustaba creer que en la habitación trasera de la biblioteca del colegio había libros prohibidos.
Libros prohibidos es un decir; libros desconocidos, libros en otros idiomas, libros “secretos”, llenos de tierra, soslayados, libros solos. Llegué a convencer a mi mejor amiga de que en esa zona de la biblioteca se acumulaban pilas y pilas de libros que podían interesarnos y, que quién sabe, hasta podríamos dar con algún pasadizo a un subsuelo que nos legaría —¿adivinen qué?— más libros. Sí, ya sé, incalculables mis índices de deforestación.

La bibliotecaria dejó de negarnos el acceso, y cada vez que algún acontecimiento “importante” tenía lugar, íbamos allí, conversábamos al respecto mientras explorábamos, tomábamos nota. Aquella habitación en que a duras penas entraba la luz del sol, en que el fresco en pleno verano no era sino producto de la humedad y el encierro, acabó por convertirse en mi rincón en el mundo durante los “años felices”. Cinco minutos en ese lugar eran un viaje a otra época, un viaje, el germen de la reminiscencia futura.

“Hoy subimos por la escalera de caracol hasta el penúltimo escalón. Casi llegábamos a la parte de los de arriba. Shirli me dijo que no subiera más, que nos iban a retar”. A mi amiga le intrigaba encontrar a Dante, que por supuesto o por equivocación, estaba siempre al alcance de la mano. Una magnánima edición de la Commedia llegó a nuestras manos sin que nadie lo supiera.

Por entonces, no me preocupaban demasiado los clásicos; me bastaba con poder pasearme a mis anchas, explorar, desarticular el museo libresco mediante el simple roce de un libro estante. ¿Es que los libros no son para leer?

En más de un recreo gozamos de la adrenalina que generaba ese acceso hacia lo inaccesible; a nadie más dejaban entrar ahí, salvo a nosotras. Algunas veces crujía la madera del piso, o la de la escalera. Mónica, la bibliotecaria, asomaba detrás de la puerta y se nos ponía la piel de gallina: “¿Qué están haciendo?” Muchas veces volví sola, ya no me engañaba. Pero el lugar no había perdido su magia; yo había crecido.

Nunca pasó nada realmente extraordinario en el ala trasera de la biblioteca escolar; lo del pasadizo al subsuelo, por ejemplo, podría, tendría que haber ocurrido. Pero no. Esa escena quedó para la revancha legítima que la ficción permite. No es noticia que la literatura, sobre todo la producida durante la escritura temprana, suele convertirse en una gran compiladora de sucesos truncados y tesoros ridículos.

La biblioteca no es un lugar para sentarse a leer. Y el orden alfabético aburre a los libros, despista a los lectores. Los estantes parecen reclamar un reordenamiento, y si es posible que empiece por el desorden, mejor. Los huéspedes prefieren estancias rotativas. El libro siempre está dispuesto a caminar, por eso nos espera para cruzar de la mano.

¡Perversa iluminación la del deseo que corrompe al no lector de biblioteca! Aunque Silvio Astier no hubiera preguntado, los habría tomado a todos de una vez —otra vez— y se los habría llevado con una mirada ultrajante, una sonrisita libidinosa.

La biblioteca no es un lugar para sentarse a leer. Es un lugar para pararse a escribir. ◘ ◘ ◘




Fotos. 
De Artículos y Revisiones.

16 marzo 2013

ESCRITORES EN LA WEB 2.0

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www.quéleenlosqueescriben.org


¿Qué busc@mos cuando


google@mos?

                                                                                                              
Delfina Morganti Hernández DE ARTÍCULOS Y REVISIONES
                                                                                                              

Prodavinci, uno de los pocos sitios Web que, especializado en Literatura, Arte y Cultura, pierde escaso tiempo presentándose y gana en actualización, rescataba al comienzo de esta semana una nota breve pero disparadora de interrogantes para nada azarosos.

En la era de la Web 2.0, parece que los escritores de hoy cuentan con una reserva de incalculable valor que muchas veces ofrece nuevos tópicos para sus libros de ficción. El autor del artículo, Javier Menéndez Llamazares, siempre sensible a las propuestas de la era digital, sondea a una serie de escritores españoles en el marco de una fórmula tentadora: “¿Qué leen los escritores?”

El supuesto detrás de la pregunta. De entrada, esta nota despierta tanto la curiosidad de los que escriben como la de los que leen. En cualquier caso, retoma uno de los presupuestos más citados del corpus del sentido común: “los escritores son una especie que busca, y eso que buscan decididamente despierta la curiosidad de los pasantes”. En otras palabras, vale escuchar qué busca el escritor, esto sí sería de "interés general"; lo que lee el panadero carecería de un atractivo semejante.

En cuanto a este detalle, propongo una frase, una de las pocas que vale recordar de las tantas pronunciadas por un compañero de Letras cuya trayectoria estudiantil no duró medio año: “Todo punto de vista es la vista de un punto”. Es cita de cita, pero lo importante es que además de la mnemotecnia de la frase, su contenido es fácilmente comprobable a diario (Y si no, le devolvemos su dine…). No olvidemos al famoso filólogo que desde hace siglos se infiltra en innumerables programas de estudio, a Saussure, quien formuló la misma idea sin demasiados trucos estéticos: "El punto de vista crea el objeto".

¿La relevancia de aquellas frases en el presente texto? Considerar que lo que lee el panadero podría despertar tanto interés como aquello que lee el escritor de best-seller. Si tan solo algún periodista decidiera rescatar al panadero, y su medio, publicarlo, ¿alguien daría vuelta la hoja? Inevitable caer en el relativismo de Weber, y todo acaba por depender del lugar desde donde se lo mire. Pero, en fin, ¿y si alguien escribiera sobre lo que leen los panaderos? No me refiero a un programa de cocina con recetas que nunca llevaremos a cabo. Me refiero a encuestar a los panaderos —no, encuestarlos no, hay algo de impersonal y "no al compromiso" en las encuestas. Una investigación masiva suena absurda; mejor dos o tres, bien individualizados y "perfilados" que usen la Web y estén dispuestos a contarnos qué hacen con ella, dispuestos a ser entrevistados

Olvídelo, aquel último párrafo debió ser suprimido. 

Por supuesto, para los aficionados a la literatura resulta irresistible entrever algo de lo que elige leer nuestro escritor favorito; sin ánimos de ofender, las lecturas del panadero pasan aquí y hoy a un segundo plano. El tema no deja de ser curioso, no obstante; ya algún día entrevistaré a los panaderos de la zona, a ver qué se les dará por leer a ellos. 

Ahora bien, ¿será cierto que los escritores se perfilan, por el solo hecho de ser escritores, como usuarios con preferencias diferentes?

Www.¿qué? La pregunta "¿Qué leen los escritores?" me tomó un poco por sorpresa. Del titular empecé a derivar algunos interrogantes específicos: ¿Cuáles son los hábitos digitales de un escritor? ¿Qué títulos tipea, qué nombres, qué fechas? ¿En qué sitios entra por voluntad propia, a cuáles llega por pura casualidad? ¿Se deja llevar por el destino "inadvertible" de los motores de búsqueda, o le gana la impaciencia, la falta de tiempo y de ganas, y por eso consulta un par de sitios muy exclusivos? ¿Busca para escribir? ¿Dónde? ¿O acaso escribe sin buscar demasiado?

Algunos de los escritores españoles citados por Javier Menéndez Llamazares comparten el dedicarse a no más de dos o tres blogs, como máximo; uno avisa que no lee blogs de terceros, pero bueno, bastante con que se molesta en escribir para el suyo; otro dice recurrir a la Web para leer obras que aun no se hallan traducidas al español; otro lee en Internet únicamente aquello que no encuentra disponible en papel.

Federico BonesTraductor, escritor
En un tributo al título de Llamazares, De Artículos y Revisiones eligió sondear algunos jóvenes escritores/investigadores locales al respecto. Entre ellos, un traductor nóvel que por estos días gusta de incursionar en la ficción apunta que suele "mirar entrevistas, ensayos, artículos de diversa índole". Se trata de Federico Bones, quien además cuenta: "Cada tanto reviso blogs con consejos para escritores en gestación, de los cuales me sirven algunos. La página que más visito es la de Revista Ñ", y, ya que está, recomienda, "Hace poco encontré un blog con algunos tips interesantes, aunque en inglés: blog.nathanbransford.com". 

Magalí Gómez Castillo, estudiante de la carrera de Letras, lectora "adicta a las ficciones históricas" y, por raro que paradójico que parezca, escritora de "historias atemporales y sin ubicación geográfica conocida", se presenta como una digna hija de su época. "Creo que las nuevas tecnologías perfilan nuevos seres humanos, y con ellos, nuevos escritores. Sin ir más lejos, no sé si escribiría en un mundo diferente, porque sinceramente odio escribir manuscritos". En efecto, ¿quedarán todavía escritores que prefieran el manuscrito como primer borrador? (Acabo de levantar la mano... ¿Alguien más?)


Magalí Gómez Castillo. 
Estudiante de Letras, 
escritora.
Cada cual, con su quimera, diría Charles Baudelaire, pero me pregunto, "¿Por qué un no tan rotundo al manuscrito?" Anticipándose a mi pregunta, con plena conciencia de sus preferencias escriturarias, Gómez Castillo ya me había respondido: "No me gusta perder tiempo reelaborando borradores, reestructurando oraciones, párrafos, escenas, pasando capítulos una y otra vez. Siento que se me escapan las ideas, y que el ritmo de mi mano no logra alcanzar la melodía que deben desprender las palabras". Sí, sí, no caben dudas. Esta mujer estudia Letras. 

Qué leen los que escriben lo que leemosCon una de esas atractivas introducciones que no le fallan, en su artículo Llamazares va de lo general a lo particular, como quien se desliza al son de un vals de Tchaikovsky: “Sea para seguir la actualidad, para documentarse sobre un tema concreto o para ambientar una nueva obra, Internet es una enorme fuente de información a la que recurren con asiduidad los autores literarios. Pero, ¿qué busca un escritor en la red?"


Insisto, ¿acaso la red no es la misma para todos? ¿En qué se diferencia el escritor de los demás? ¿Acaso no confluimos todo en el universo digital en calidad de la misma etiqueta, “usuarios”?

En fin, claro que la red es la misma para todos los que accedemos, pero sin dudas los usuarios difieren. Y sus preferencias también.

Entre los encuestados por De Artículos y Revisiones, están aquellos escritores que consideran absolutamente necesario informarse antes, durante y después de escribir. Aquí volvemos al testimonio de Magalí G. Castillo, quien sin querer queriendo podría demostrar que lo que algunos escritores buscamos en Internet podría sonar, realmente, un poco extravagante: "Recuerdo que las últimas búsquedas que me entretuvieron en la red fueron acerca del funcionamiento de funerarias y acerca de los barrios de Rosario. Podés perder toda una tarde para decidirte en un detalle, pero informarse es fundamental".

¿Y en cuanto al diario? ¿Lectura en la Web o ejemplar en mano? Nuestros anteriores encuestados retoman la palabra: Federico Bones dice leer siempre la versión digital, excepto los domingos, cuando la familia va por el formato en papel. Magalí, por su parte, prefiere las noticias online, "Me resulta mucho más cómodo y lo considero más higiénico". Ahora, si hay una voz que se lleva todos los premios es la de una encuestada que prefiere permanecer en el anonimato, C. R., quien en siete palabras nos resume la ventaja en que muchos pensamos y poco nos animamos a nombrar en público: "En la Web porque ansí no pago". Esta escritora, apasionada por la poesía, dice buscar "sinónimos" en la Web, y advierte, "No tengo ningún sitio de literatura que me satisfaga del todo" porque "siempre a uno le falta lo que tiene otro".

Foto. Enrique de Hériz, escritor español. Primer traductor
de una versión íntegra de Robinson Crusoe al castellano.
Escritores de la Web 2.0. La tecnología Web 2.0 parece haber tenido gran repercusión entre lo que muchos coincidirían en llamar "viejos escritores de closet". Así, Bones llega a afirmar que "Hace quince años no muchos osaban dedicarse a la escritura, seguramente considerada una pérdida de tiempo. Las tecnologías han hecho que mucha gente se dedique a escribir, y de ello da fe la epidémica proliferación de blogs que existe hoy día". Bones, quien escribe su propio blog en inglés y español, asegura que "todo escritor quiere ser leído, y la Web permite que se nos lea mucho, rápido y fácil, sin perder por completo en anonimato". 

Ahora bien, mientras que para algunos el plagio digital puede resultar estremecedor, siempre los hay fervientes defensores de la aventura del Siglo de las Luces, del conocimiento que sea aprehendido por todos, que cuente con equidad de difusión y participación, la gran enciclopedia universal... 

En una red en que los aficionados producen quizás más de lo que los usuarios lectores consumen, aun parece difícil seguir el rastro al cumplimiento del derecho de autor. Muchos estudiantes de diversos niveles, a veces sin mala intención pero sin dudas con notorio descuido, se apropian de largos fragmentos en los que las comillas brillan por su ausencia y rara vez delatan las correspondientes fuentes de extracción. ¿No habría que entrenarnos en la reformulación del contenido que consumimos, en especial si somos asiduos lectores de la bibliografía online? Nadie dudaría en citar una frase célebre que acaba de leer en un libro, pero pocos refieren su cita al sitio Web de donde la tomaron prestada. ¿Por qué será?

Por otro lado, ¿cuáles son las (des-) ventajas de escribir en las redes? Desde hace un tiempo, encuentro que muchos futuros colegas de Letras lanzan sus breves engendros escriturarios al mundo de las redes sociales. Facebook se lleva el premio mayor, porque con su opción de "Crear etiqueta" despojó a algunos de la tentación de crear un blog y, sin demasiadas vueltas, parece que es más rápido y sencillo publicar un minirrelato o una poesía en medio de comentarios como "A la playa con la flia.!!!" o "Hoy día para hacer un asado... Con Pepe y Lau" que sentarse, crear un perfil y empezar a escribir una "entrada". 

De repente, en el ámbito informal de una red social, el usuario "amigo" nos revela su costado filosófico... ¡Y uno que pensaba que lo único que aspiraba a hacer aquel contacto mañana era publicar las fotos de ayer! En efecto, la "literatura de (pseudo-) intelectuales" ocupa cada vez más un lugar importante en las redes, invita al debate tanto o más que las irrupciones irónicas referidas a la política o la religión. ¿Y no tendrán miedo al plagio estos escritores? ¿Qué esperan de sus lectores de Facebook? Gómez Castillo aporta su verdad al respecto: "Creo que la verdadera revolución está en la difusión, en la posibilidad de encontrar personas con los mismos o diferentes intereses. Las redes sociales representan una oportunidad para leer, y con ella, una oportunidad eterna y siempre recomendable de escribir". Bueno, quizás no haya mucho por escribir en Twitter —siempre me advierte que estoy sobrepasando el límite de caracteres, por eso casi nunca escribo en esta red. 

Sin embargo, no caben dudas que la Web ha instalado nuevos modelos de lectura, nuevas exigencias para los periodistas, quien no pueden dejar de capacitarse en Periodismo Digital si es que aspiran a sobrevivir. ¿Y usted, ya tiene su blog, algún poemita en la red social? Si aun no lo tiene, considere su publicación. Tal vez no llegue a los 121.000.000 seguidores que Andrés Calamaro tiene en Twitter, pero que lo van a leer, lo van a leer.


Fotos. Aparte: Enrique de Hériz, elPeriódico.com. M. G. Castillo y F. Bones, gentileza de los encuestados.

03 marzo 2013

2º Julio Cortázar en "Señales": A 50 años de "Rayuela"

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“RAYUELA: aquel libro con Instrucciones... para leer

                                                                                           

Delfina Morganti DE ARTÍCULOS Y REVISIONES
                                                                                          

Otra vez tiene cabida en el suplemento cultural del "decano de la prensa argentina" la figura del escritor Julio Cortázar. El artículo, nota de tapa en Señales de la edición de hoy, domingo 03/02/13 en "La Capital", captura inmediatamente la atención. 

Desde el diseño en amarillo y negro que recuerda una de las tapas más famosas de la novela hasta aquel Cortázar joven y sin barba que se nos presenta en blanco y negro después, Un libro que rompió los moldes, la nota firmada por Osvaldo Aguirre, brinda un panorama de reflexión polifónica en torno a la "especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana" que fue Rayuela. ¿Voces que opinan? Reconocidas personalidades de las Letras rosarinas: Agustín Alzari (docente de la Universidad Nacional de Rosario, escritor y editor); Pablo Colacrai (coordinador del Taller literario Julio Cortázar junto a Alma Maritano, escritor); Gilda Di Crosta (escritora y docente del Curso de Introducción a la Edición Editorial, abril 2013); Carolina Musa (Licenciada en Comunicación Social y autora del libro de poesía "Acústico").

"Me propongo empezar por el final y mandar al lector a que busque en diferentes partes del libro, como en la guía del teléfono", reza una de las citas escogidas por Aguirre a partir de la correspondencia mantenida entre Cortázar y Jean Barnabé hacia fines de mayo de 1960. Hoy, a cincuenta años de la primera edición impresa de Rayuela, el homenaje en Señales rescata las reminiscencias de autores y docentes rosarinos que revelan los efectos de la obra de Cortázar en su temprana adolescencia y adultez. Entre los lectores de Rayuela que cuentan sus vivencias, están quienes por momentos colocaron a este libro en un pedestal y aquellos otros que, sin resquemores, manifiéstanse con un leve tono de desapego.

Confesionario. "La leí a los 17 o 18 años [...] proponía un modo del amor, de la pareja, de la ternura. Demasiado para una novela. Quizás por eso dejó de serlo casi de inmediato. Para mí, y también para la chica con la que salía entonces. Comenzamos, a nuestra manera, a habitarla", confiesa Agustín Alzari al comienzo de su comentario. Luego de impresionarnos con el poder que este libro parece haber ejercido sobre su vínculo cuando adolescente, agrega: "Como todo lo que se ha abandonado hace años, me cuesta volver a Rayuela".

Pero si Alzari se contagió de la esencia de vida que transmite esta "antinovela", Pablo Colacrai parece haber padecido el contagio de la estilística cortazariana. "Su influencia fue tan fuerte que en esos años no pude escribir nada que no fuera apenas una malísima imitación de su forma de adjetivar, de sus particulares cadencias y de sus infaltables mundos paralelos". Comentario aparte: si sucedió con Cortázar, es probable que haya sucedido con Rowling. Si especulamos, dentro de unos años quizás lleguemos a buscar entre las obras de los aspirantes a novelistas algún rastro de la autora de Harry Potter. ¿Valdrá la comparación?
En fin. "Después, por suerte, la fiebre se me fue pasando", advierte Colacrai, y seguramente no está solo en el mundo cuando señala que "poco a poco fui sacándomelo del cuerpo". 

Quizás entre quienes más lo veneran se encuentra una lectora bastante particular, con un método de lectura anecdótico: Carolina Musa, quien dice "querer mucho" a Rayuela, nos habla sobre los avatares de su primera lectura de la obra. A los dieciocho años, comenzó a leerla en un colectivo de larga distancia; la leyó toda la noche y al llegar a Rosario, apenas le faltaban veinte hojas para terminarla. "En el apuro por bajar del bondi me dejé el libro arriba, y era prestado". ¡¿QUE HICISTE QUÉ?! "Leí el final parada en una librería, como quien hojea antes de comprar". ¡CÓMO! Entre la risa y el llanto, habrá quienes no sepan si felicitarla aplausos mediante o bien correrla con látigo en mano. De una cosa estoy segura: ¡no querría haber sido el prestador!

¿Firmar en disconformidad? Ahora bien, entre las cuatro voces de opinión en Señales, la de Gilda Di Crosta es tal vez la más extraordinaria, aun si no cuenta la anécdota de haber terminado de leer el libro de paso por una librería. "No soy ni he sido muy lectora de Cortázar", comienza por advertirnos en una primera frase que puede haber escandalizado a muchos. 

A los diecinueve años, Di Crosta se acercó a Rayuela desde su lugar de estudiante de Letras por eso que me gusta llamar "obligación intelectual". "Ante la pregunta si la había leído, no me parecía conveniente seguir respondiendo no". Caso recurrente, si pensamos en los tantos adolescentes que, transitando sus últimos años de secundaria, acaban por leer a regañadientes el Martín Fierro de Hernández o El Matadero de Echeverría

En la columna de Gilda Di Crosta abundan los calificativos menos atractivos, aquellos a los que recurrimos los críticos cuando nos toca valorar una película que nos dejó un cierto sinsabor o un libro que no pudimos evitar pero que tampoco nos "mató": "logré (transitar los 56 capítulos corridos"); ("la otra instrucción de cómo proceder a otra "novela" me resultó) molesta"; ("La dupla de los personajes Oliveira-La Maga) me había fastidiado". 
Foto. Mi Continuidad de los Parques en una plaza de Roldán. Rosario, 2009.
No sin antes mencionar que tal vez la memoria le esté jugando una mala pasada en cuanto a los recuerdos que guarda de los personajes, Di Crosta rescata enseguida los cuentos de Cortázar. Continuidad de los parques aparece entre los primeros que enumera a la hora de apuntar cuáles volvería a leer. En este cuento la autora encuentra "una perfecta invisibilidad en el corrimiento espacial", el famoso fenómeno de la metalepsis, ese juego narratológico que ocupó a Gérard Genette en su Figuras III y que Isaías Fanlo González bien define en El lector como detective: Teoría de la metalepsis como "la inserción de entes narrativos en marcos ontológicos que no les pertenecen". También en "La noche boca arriba" tiene lugar este recurso, y en otros cuentos de Cortázar, que juegan a sugerir más de lo que se dice y decir más de lo que se sugiere. 

Si me tocara opinar, diría que nada me ata particularmente a Rayuela. No llegué muy lejos la primera vez que tuve el libro en mis manos; es una novela que empecé a leer sin demasiadas expectativas y que solté al final del primer capítulo sin que ningún destello de culpa me erizara la piel. 

Ya conocía a Cortázar. A los quince me topé con Continuidad de los parques. La primera vez le fui indiferente, la segunda impaciente, la tercera me fascinó e impulsó a escribir un cuento en el que, sin la más mínima idea de la existencia del término metalepsis, me servía de ella. 

En efecto, los cuentos de Cortázar me cautivaron desde siempre, algunos más que otros, y quizás el hecho de que me rehúse a leer su novela se debe a que lo conocí a través de sus cuentos primero. Me ha ocurrido lo mismo con Silvina Ocampo: adoro sus cuentos y su poesía, pero le temo a sus novelas. Temo los efectos de las ataduras del género sobre el estilo de cada escritor —aun cuando Cortázar definió su Rayuela como "antinovela", es posible que la extensión vaya en detrimento de la destreza cuentística, y entonces más vale que lo bueno venga en frasco chico. 

La revolución lingüística. En Julio Cortázar o la cachetada metafísica, el primer suplemento publicado por la colección de ensayos "El boom antes del boom" de Revista Ñ, el crítico chileno Luis Harss retoma las palabras de Cortázar respecto del impacto que causó la publicación de su novela: 
"En general los libros que se imponen en una generación", dice Cortázar, "son aquellos que no han sido escritos solamente por el autor, sino en cierto modo por toda esa generación". Es el caso de Rayuela, que levantó ampollas cuando se publicó en Buenos Aires. [...] "La correspondencia que he recibido respecto a Rayuela me prueba que ese libro estaba 'en el aire' en Latinoamérica (...) Me tocó a mí escribirlo, eso es todo".
Por otro lado, el prefijo "contra-" calzarle a Cortázar a la perfección, y así es que Harss advierte que "Cortázar trabaja "a contrapelo", como él dice". Entre las citas recopiladas por el ensayista, se encuentra aquella en que Cortázar califica su propia obra: "ese ataque al lenguaje convencional que es en el fondo Rayuela".

En palabras de Harss, "Rayuela es la primera novela latinoamericana que se toma a sí misma como su tema central, es decir que se mira en plena metamorfosis, inventándose a cada paso, con la complicidad del lector, que se hace parte del proceso creador". Ahora bien, el ensayista es realista y Cortázar consciente: Rayuela "se desenvuelve en gran parte en un nivel intelectual de difícil acceso al lector común" y "peca, como tantas cosas mías, de hiperintelectualismo", respectivamente. Pero Cortázar no quiere renunciar a ese grado de intelectualidad, quiere "hacerla latir a cada palabra y a cada idea". Se sirve de ella como "un guerrillero, tirando siempre desde los ángulos más insólitos posibles..."

Opciones de (no) lectura. Indiscutible la repercusión de Rayuela. Más allá de toda apreciación personal, resulta más que interesante leer las reflexiones del propio autor citadas por Harss, en especial cuando se lee a un Cortázar que se autoproclama rebelde: 
"Hay una paradoja terrible en que el escritor, hombre de palabras, luche contra la palabra. Tiene algo de suicido. Sin embargo, yo no me alzo contra el lenguaje en su totalidad o su esencia. Me rebelo contra un cierto uso, un determinado lenguaje que me parece falso, bastardeado, aplicado a fines innobles [...] Esta lucha tengo que librarla desde la palabra misma, y por eso Rayuela, desde un punto de vista estilístico, está muy mal escrito"
Tal vez hay autores a los que es preferible leer desde un solo lugar. Para muchos, Cortázar es el autor de Rayuela y de Cronopios; para otros es el autor de cuentos inolvidables como El perseguidor y Todos los fuegos, el fuego, y en segundo lugar el escritor de una novela que se llamó Rayuela

A lo mejor Rayuela es uno de esos libros para leer de manera vertiginosa, sin pausas, con ansias de enfrascarse en su historia, de "habitar" el libro, como sugería Agustín Alzari. O no, quizás no hay que respetar al autor, quizás la desobediencia a sus instrucciones, tal como lo hizo Di Crosta, funcione mejor para los lectores menos ávidos de un Cortázar novelista. 

Pero a lo mejor no hay que leer todo Rayuela, sino los pasajes que aquellos otros que la leyeron eligen destacar en sus reseñas. A lo mejor, Rayuela es uno de esos libros que exigen ser escuchados antes de aventurarnos a leerlo. La crítica ha hecho mucho por difundir las intenciones de Cortázar al escribirlo; el autor mismo nos lega la evidencia que necesitamos para que, ese día cuando estemos listos, reescribamos su lectura. 

O siquiera la iniciemos, para aquellos que aun nos debemos la primera vez. ◘ ◘  

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18 febrero 2013

Siglo XXI: ¿la era del libro de autoyuda?

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El curioso caso de Benjamin Franklin y los libros de autoayud@:
¿A predicar con el ejemplo?
                                                                                           
por Delfina Morganti
AH, Sí, YA SÉ. ¿Libros de autoayuda, dijiste? Qué te puedo decir… “Apuesto a que menos de la mitad de los autores que escriben esta clase de libros cumple con los preceptos y virtudes que en sus mismos libros recomiendo”. Stop. Fin de cita; cita vieja, cita propia.

Hay muchos, hoy en día, que por un motivo u otro optan por confiar sus almas a los denominados libros "de autoayuda”. Otros, muy a pesar de su presente, se muestran escépticos, ridiculizan todo concepto que incluya el prefijo "auto-" y constituyen esa clase de lectores que, con un cierto dejo de desprecio y orgullo, le da vuelta la cara a aquel estante de librería que luce la etiqueta "AUTOAYUDA – ESPIRITUALIDAD”. (P.D: Me costó usar la tercera persona para esta última afirmación, en vez del nosotros inclusivo).

Para aquellos lectores prejuiciosos, términos como “programa de autosuperación” o “reprogramación moral” pueden invitar a la mirada de soslayo, a un involuntario frunce del ceño, a la carcajada burlona y altisonante. Sin embargo, no vamos a negar que las palabras "reprogramación moral" tienen su atractivo. ¿Cómo es eso de la “autosuperación”? ¿Una estrategia más de venta, el souvenir que acompaña las fórmulas de felicidad plena o, por otro lado, una auténtica promesa de que, si “así lo deseo, puedo llegar a cambiar”? En fin, si Benjamin Franklin lo hizo, el “yo también” puedo” le vendrá a usted, lector como anillo al dedo.

Cambio de hábito. “Parece absurdo afirmar que Benjamin Franklin haya sido el padre del género de autoayuda en los Estados Unidos— por lo menos de la rama más dura— pero es irrefutablemente así”, advierte el periodista Andrés Hax en su frase de apertura de “Benjamin Franklin, el precursor” (Revista Ñ, 15-02-13).

Al parecer, el político estadounidense no solo fue el precursor de la filosofía de la autosuperación sino que, además, aun constituye en la actualidad un auténtico ejemplo de autodidacta. Tal como lo parafrasea Hax en su nota, el método franklineano consiste en armar una "grilla con las virtudes en el eje vertical y los días de la semana en el horizontal". En el marco de un disciplinado seguimiento de su propia conducta, al terminar el día día, Franklin colocaba una marquita correspondiente a cada una de sus faltas según la categoría, concentrándose en una sola virtud a alcanzar por semana. Este riguroso método de notación científica parece haber ayudado a Franklin a superar la crisis personal que, a su vez, lo había iniciado en la necesidad de desarrollar un mecanismo de autodefensa eficiente.
Intento de la autora de esta nota de representar la grilla de Franklin,
según paráfrasis de A. Hax.
En efecto, luego de leer esta maravillosa historia de un nadador que por poco se ahogaba y, no obstante, pudo salir a flote por sus propios medios, sin salvavidas auxiliar sino reuniendo sus últimas fuerzas físicas y emocionales para llegar a la superficie, ¿quién dudaría en tirarse a la pileta a ver qué ocurre?

Formación Ética Aplicada I: ¿el camino al éxito emocional? Hax es justo; hacia el final de su artículo no deja de señalar que “el elemento clave siempre es el reconocimiento de que estamos hechos por nuestros hábitos” y, lo que es más importante todavía, si aspiramos a “cambiar lo que somos, lo que tenemos que hacer es cambiar lo que hacemos". Hasta suena poético.

“Easier said than done, doc”, rebate Pat, el personaje interpretado por Bradley Cooper en “El Lado Luminoso de la Vida (Silver Linings Playbook, 2012), en conversación con su psiquiatra. En efecto, del dicho al hecho puede haber un largo camino por recorrer. Pero, recordemos la premisa general de esta nota: si el político estadounidense logró hacerlo…

A simple vista, el régimen moral de Benjamin Franklin podría parecer sencillo de implementar. Basta con visualizar los propios defectos, esquematizar un cuadro de doble entrada, planificar las faltas a erradicar y, ¡voilá! Si usted sigue este plan dentro de los próximos cinco minutos —perdón, quise decir, tres meses—, al cabo de un trimestre habrá conseguido no solo renovar su carácter sino, además, un entorno feliz de regalo. “Pero..." ¡Sh! Y si llama dentro de los próximos cinco minutos (ahora sí), le regalaremos "Emociones Tóxicas" de Bernardo Stamateas. "¿Pero y si no fun...?” Y también le obsequiaremos la pista fantasmagórica Toxic, de la reconocida cantante estadounidense Britney Spears. ¡Por favor! ¿Y si en realidad no necesitáramos un método o un libro que nos diga cómo hacerlo, cómo ser mejores personas? ¡Ajá! Pero, y si… ¿sí lo necesitara? "Lo dudo". Entonces... Pruébelo usted mismo.

El lado oscuro de la propuesta. “Quien compra textos de Jorge Bucay, Pilar Sordo o Bernardo Stamateas […] busca soluciones, no interrogantes", reza un final de párrafo de “Autoayuda,un género que se supera a sí mismo", artículo firmado por Marcos Mayer para Ñ digitalfechado el 15-02-13. 

Muy bien, nos encontramos aquí fuera de las fronteras de un libro de autoayuda de los autores antes mencionados. Así que propongo ir por las laderas de esa montaña cuya cima culmina en la solución a todos nuestros problemas y, ahora, ¡a plantear los interrogantes se ha dicho!

El actor Bradley Cooper en la piel de Pat Solitano, paciente
con trastorno bipolar, en diálogo con su terapeuta.
Es verdad, según dicen, a Franklin le calzó perfecto su método de reprogramación moral. No obstante, pretender distribuir equitativamente el éxito de su método a toda una población, o a más de media sociedad, podría resultar ambicioso. Es decir, hay dos cuestiones primordiales que se nos están escapando si es que solo atinamos a ver el lado luminoso de su grilla mágica. Primero, Franklin desarrolló su propio método a fuerza de las circunstancias— no leyó sobre Benjamín Franklin, el político estadounidense que alcanzó la autosuperación, y luego intentó ver si podía ejecutarlo él mismo, como sí estamos haciéndolo nosotros. Segundo, en un método tan rigurosamente empírico resulta que la figura del sujeto científico coincide con la del objeto de estudio: el hombre trabaja bajo la estricta vigilancia del hombre, el hombre que actúa es el hombre que sanciona. Se trata de la misma persona que busca identificar sus fallas para, él mismo, recriminárselas y luego emprender la conquista de las virtudes que le andan faltando. Insisto, nadie niega que a Franklin le haya funcionado muy bien, pero, ¿y a los demás? ¿Estamos todos igualmente preparados para sentenciarnos al cambio automonitoreado? ¿Estamos todos igual de predispuestos a confiar en nuestro propio juicio y ejercer control genuino sobre nuestros propios actos?

Incluso si así fuera, si uno estuviera listo y convencido de que puede ser relativamente objetivo desde la propia subjetividad, ¿por cuánto tiempo se haría sostenible un método tan riguroso? ¿Cuánto tiempo resistirían nuestra conciencia y nuestro ego la penitencia autoimpuesta, el autocastigo, la insoslayable búsqueda de un mejor ser?

Reiteración de tesis: Franklin no corrió en busca de ningún agente externo que le presentara las respuestas a su crisis. Desde el comienzo hurgueteó en sus adentros, se sirvió de su lógica y de las técnicas comteanas positivistas porque se miró al espejo y, sin titubear, habrá dicho, “Sí, estoy dispuesto a desafiarme, a probarme a mí mismo que puedo ser mejor que yo". Allí hay autodeterminación incluso antes de diagramar un cuadro de virtudes y defectos, del mal y el bien que nos habita. No quiero ser aguafiestas, pero los demás estamos, en parte, un tanto en desventaja con respecto a él: si intentáramos el método de Franklin, lo haríamos bajo la influencia de habernos informado al respecto, de haber dicho “Y bueh, ¿qué más podría perder?". Ese toque del hacer “por iniciativa propia” quedaría, por defecto, fuera de nuestro emprendimiento de reprogramación moral. Y quizás fue precisamente gracias a su esencia autodidacta que este hombre logró lo que se propuso; en suma, él contaba con algo que a muchos les costará tiempo de trabajo previo incorporar.


Usuarios del método. Benjamin Franklin —a quien no tuve la oportunidad de conocer— debió ser un tipo, como diríamos vulgarmente, con los h———— bien puestos, más cerca de estar en sus cabales que lejos del ideal de mens sana in corpore sano. No debe ser tan fácil, aun teniendo la tablita frente a los ojos, apuntar registro de aquella parte de nosotros que más nos disgusta, día tras día, con la esperanza y el esmero de pulir las sobras negativas.

Con todo, visualizo dos posibles extremos de potenciales usuarios del citado método, aunque en el medio quizá haya un par de grises. Por un lado, aquellos cuya autoestima no se encuentre precisamente en lo más alto de lo alto podrían estancarse en una racha de negatividad. En otras palabras, si uno apunta diariamente sus faltas, las tiene en la mira y tan al alcance de la mano, puede que se detenga a pensar que ya de entrada son demasiadas, y que el, “¡Oh, por Dios! Jamás lograré sacarme bueno de esta”, invada y perturbe, y finalmente obstruya, siquiera el comienzo de la puesta en práctica de la autosuperación. Para quienes duden de sí, quizás sea útil pronosticar para atrás con lo siguiente: si Franklin pudo, es porque se dio con ese látigo de entrada. "En su autobiografía cuenta que al comenzar con este plan se sorprendió al ver que tenía muchas más faltas de lo que se imaginaba, pero que –por otro lado– le dio satisfacción ver cómo iban disminuyendo con el tiempo", dice Hax. ¿Y bien? Franklin tuvo la lucidez de identificar cuáles eran realmente sus faltas y cuáles quería cambiar por virtudes. Después de las heridas que semejante reconocimiento de sí infringe al propio ego y a la conciencia, el tipo se levantó y tuvo la valentía de volver a apostar a sí mismo, a creerse, lo cual lo ayudó a recomponerse sobre la marcha.

Ahora bien, si hay en el mundo personas a las que les aterra la idea de asumir la responsabilidad de la autovigilanacia, ya sea por falta de confianza en sí mismas, carencia de cojones, disciplina o lo que fuera, estoy segura de que aquellos que se creyeran demasiado “casi ángeles” también se sentirían impedidos a la hora de poner en práctica semejante plan.

“¿Por qué cambiar si así estoy bien y no jorobo a nadie? o “Si de verdad me quiere, que me quiera como soy" o "No veo nada de malo en ser un poquito orgulloso; eso es lo único que les infunde respeto hacia mi persona" suelen ser los típicos pensamientos de los que consideran absurda la sola idea de intentar un cambio, precisamente, porque en realidad “no lo necesitan”.

Para alcanzar una meta, como lo hizo Franklin, hay que estar dispuesto a autoimponérsela primero, a añorar realmente siquiera intentar llevar a cabo un plan de búsqueda que sí, es verdad, a veces termina en el fracaso, pero a lo mejor nos conduce a lo opuesto. Por más que armemos la grilla más coqueta, si en los hechos no ponemos en práctica la ambición de ser mejores personas, ¿de qué nos serviría el registro meticuloso de nuestros más inmorales actos?

Sobre el potencial efecto “rebote”. Eso sí, no nos engañemos. Por otra parte, es probable que muchos de nosotros necesitemos el cambio. No hace falta ser un criminal para precisar la autosuperación. No soy psicóloga, no intento serlo, pero pienso lo siguiente: ¿Y si una vez emprendido, nuestro método se volviera en nuestra contra? ¿Si se tornara nocivo para la propia conciencia exigirnos por escrito —¡y por adelantado!— las virtudes a adoptar en reemplazo de nuestros defectos? En ese caso, estaríamos solos, al igual que al principio del juego: no habría salidas de emergencia, ni lásers que detectaran que, a pesar de las buenas intenciones, la grilla nos está empezando a mostrar más de lo que estábamos listos para ver . ¿Y si terminamos haciéndonos mala sangre, frustrándonos antes de empezar o en el medio del camino, sintiéndonos peor de lo que nos sentíamos antes de iniciar la transformación?

“¿Es que acaso no bastan las moralejas de las fábulas que les contamos a nuestros hijos, los terapeutas con sus ingeniosas preguntas retóricas, el decálogo de las sagradas escrituras, la confesión dominical?” podría reprochar un rebelde (¿con/sin?) causa. Muchas personas pensarán que Franklin estaba obsesionado con buscar la perfección, que por eso tuvo la necesidad de proyectar en papel la idea de una versión mejorada de sí mismo. Al mismo tiempo, la desconfianza es inevitable: ¿se puede creer en uno mismo a la hora de refaccionar el propio ser?
El personaje de Tom Cruise se debate entre seguir viviendo en 
un mundo perfecto pero falso o bien retornar a la cruda realidad.
Lo confieso, releo mis líneas y noto que por muy poco no peco de escéptica, aunque definitivamente sí de relativista. Como Max Weber cuando intentó buscarle otra vuelta de tuerca a la tradición positivista legada por sus colegas Auguste Comte y Émile Durkheim, mi nota está al borde de morderse la cola; al escribirla me siento atrapada en un círculo vicioso. Pero lo advertí, aquí, a diferencia de los libros de autoayuda, se busca plantear algunos interrogantes. Quisiera tener fórmulas mágicas en oferta, pero si así fuera, no estaría escribiendo tanto sobre este tema, queridos lectores. Antes bien ya me encontraría disfrutando de algo así como my perfect second life, al igual que el personaje de Tom Cruise en "Vanilla Sky"¡Y eso que nunca pensé que tendría tanto para reflexionar acerca de los libros de autoayuda!
Un momento, todavía puedo salvar este artículo… 

¿No nos pasa lo mismo con las agendas? ¿No existe gente que, como yo, se apunta más de lo que las veinticuatro horas del día le permitirán hacer? Hay que reconocerlo, Franklin fue más realista: fijarse metas a corto plazo, concentrarse en una virtud cada siete días. Hm... No estaría mal. Lo que uno no logra hoy, esas faltas que hoy comete, podrían corregirse mañana. Y así la sensación de haber obrado mal, sin querer o queriendo, no sería tan pronunciada. Hm... Lo estoy volviendo a pensar.

No lo sé, si vamos a entrar en guerra contra nuestro propio yo, propongo que lo acribillemos desde todos los ángulos posibles, o casi. En los tiempos que corren, la grilla de autosuperación de Franklin parece necesitar de artillería pesada para complementarla, a saber:
*Una equilibrada rutina de ejercitación física —preferentemente boxeo o yoga— suena como una meta factible en conjunto con la práctica de los buenos hábitos diarios. El boxeo nos permitiría golpear sin golpearnos directamente a nosotros mismos, y así descargar la ira contra nuestras faltas al tiempo que liberamos la dosis de endorfinas justa sin llegar a lastimarnos; el yoga, con un poco de musiquita a lo Enya de fondo, nos restituiría la paz, la confianza, las ganas de seguir adelante con nuestro plan. Los efectos de la introspección, la meditación consciente y la respiración in, out, in, out podrían hacer maravillas por un ego que, al final de una desgastante jornada de autosuperación, necesitara relajarse un poco.
*Un confidente o, en su defecto, un cuaderno en rol de pseudo-diario íntimo. Los quitapesares y esa clase de anotadores que están tan de moda hoy en día podrían resultar útiles para los que no pudiéramos contar con un confidente verdaderamente leal y serio, de carne y hueso. 

*Un entorno que valore y reconozca nuestro progreso. Si no vamos a autopremiarnos con bombones de chocolate cada vez que las cosas nos salgan según lo planeado, entonces, por lo menos, hay que exigir que venga alguno a ofrecernos cumplidos del estilo, “Pero qué agradable te has vuelto, Juancito”. Y en ese tono, como en las novelas y las películas dobladas. 
Ya sé, ya sé… No puedo dejar de relativizar el método que, por otro lado, ya casi me está convenciendo. A lo mejor, simplemente soy de esos que fallan a priori porque les cuesta creer que lo necesitan— ¡qué horrible! Si es así, estoy perdida. El régimen de Benjamin Franklin es para los que saben ponerse en la balanza y calcular bien los defectos que ya les quedan de más. ¿Podré yo hacer eso? A ver… En mi haber cuento, entre otros muchos: egoísmo, impaciencia, vanidad… Y, si lo pienso rápidamente, lo que quisiera adquirir en su lugar es: generosidad, templanza, autorelegción… Hm... ¡Cómo cuesta! Mejor dejo de escribir y me pongo a armar la grilla. Franklin no hará nada por los que se quedan de brazos cruzados o, peor aun, los que usan las manos para escribir de todo menos un plan de reprogramación moral. En fin, ¿qué más da? Grilla de virtudes y defectos, ¡¿allá voy?! ◘ ◘ ◘