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La biblioteca no es un lugar para sentarse a
leer
Delfina Morganti Hernández | DE ARTÍCULOS Y REVISIONES
La biblioteca no es un lugar para sentarse a leer.
El único
ventilador de pie que está prendido se toma dieciséis segundos largos en decir
que no con la cabeza, ocho de idea, ocho de vuelta. El silencio que ventila
aturde, y cada vez que a alguien le vibra el teléfono celular, los lectores
—entes aislados, despatarrados ante mesas anchas de patrimonial estirpe— alzan
la vista repentinamente alarmados, como si los hubieran agarrado desprevenidos.
Algunos hasta levantan la cabeza. Por primera vez en una hora.
No, no es un
principio de incendio— ¿a alguien le importaría si lo fuera?—; está sonando un
celular.
“¡Aaaah!”
Desenrollan las
manos —¡tenían manos!— y casi al unísono empiezan a buscar, a desenfundar, a
prender o apagar, a tocar un par de minúsculos botoncitos. Suspiran. Con cara
de “No, no es el mío”, algunos curiosos, los famosos “distraíbles fáciles”,
voltean o miran a la distancia. No les basta con saber que nadie los está
llamando a ellos, tienen que saber entonces a quién.
Si uno quiere hurguetear
entre sus propias pertenencias con el inocente fin de atrapar una birome, las
miradas lo aniquilan. Son miradas inquisidoras, de sospecha, de esas que ponen
los lectores de biblioteca cuando el ruido suena a pecado en el mar de un
religioso silencio.
Qué lee el otro
es una incógnita sin posibilidades de despeje. Hay una distancia de cementerio
entre lector y lector, y cada uno está en su mundo, ejerciendo, satisfecho,
jurisdicción sobre una vasta mesa de madera sin lustrar. Qué desperdicio esta
mesa, garabateada por los insolentes perros que juegan, como no jugaría ni
Silvio Astier, a cometer actos atroces de despiadado vandalismo.
Rumi-Vale-Mari-10/10/02
RC
Pu…
Pipi RC. 12/09/03
+SO 05
Un crítico de pop art diría que definitivamente hay
art, cultura y comunicación en estas inscripciones de principios de milenio. Nunca
más van a salir. La tinta se ha incrustado en la madera.
* * *
La biblioteca no
es un lugar para sentarse a leer. Hay libros de lomo grueso, bien grueso, con
inscripciones grabadas en oro, títulos tentadores que no pueden tocarse sin
pedir permiso.
¿Y pretenden
leer? (No me escuchan).
¿Acá? (No les
importa, si están leyendo).
¿Acá, en medio de
todo este espectáculo?
El silencio
aturde. En un arrebato de incalificable impulso, arrimo mi silla al ventilador,
que por lo menos susurra, digo, y eso por lo menos es algo más que ustedes,
indiferentes, diseminados en mesas ajenas, lejanas.
¿Leer, acá? ¿Acá,
donde los libros ancianos piden a gritos que alguien pase a hojearlos, donde el
silencio da espasmo y la luz artificial confunde? ¿Cómo serles indiferente,
cómo esquivar su presencia? ¿Y los que están allá arriba, y los del costado? ¿Qué
serán, quién los habrá escrito? Y esos otros, ¿Qué traerán de nuevo, por qué
manos habrán pasado, a quién habrán pertenecido, qué biblioteca habrán habitado
en su juventud?
Ah… ¡Los estantes
inalcanzables de las bibliotecas perdidas! Cuando era adolescente —penoso
comienzo de frase— me gustaba creer que en la habitación trasera de la biblioteca
del colegio había libros prohibidos.
Libros prohibidos
es un decir; libros desconocidos, libros en otros idiomas, libros “secretos”,
llenos de tierra, soslayados, libros solos. Llegué a convencer a mi mejor amiga
de que en esa zona de la biblioteca se acumulaban pilas y pilas de libros que
podían interesarnos y, que quién sabe, hasta podríamos dar con algún pasadizo a
un subsuelo que nos legaría —¿adivinen qué?— más libros. Sí, ya sé,
incalculables mis índices de deforestación.
La bibliotecaria
dejó de negarnos el acceso, y cada vez que algún acontecimiento “importante”
tenía lugar, íbamos allí, conversábamos al respecto mientras explorábamos,
tomábamos nota. Aquella habitación en que a duras penas entraba la luz del sol,
en que el fresco en pleno verano no era sino producto de la humedad y el
encierro, acabó por convertirse en mi rincón en el mundo durante los “años
felices”. Cinco minutos en ese lugar eran un viaje a otra época, un viaje, el
germen de la reminiscencia futura.
“Hoy subimos por
la escalera de caracol hasta el penúltimo escalón. Casi llegábamos a la parte
de los de arriba. Shirli me dijo que no subiera más, que nos iban a retar”. A
mi amiga le intrigaba encontrar a Dante, que por supuesto o por equivocación, estaba
siempre al alcance de la mano. Una magnánima edición de la Commedia
llegó a nuestras manos sin que nadie lo supiera.
Por entonces, no
me preocupaban demasiado los clásicos; me bastaba con poder pasearme a mis
anchas, explorar, desarticular el museo libresco mediante el simple roce de un
libro estante. ¿Es que los libros no son para leer?
En más de un
recreo gozamos de la adrenalina que generaba ese acceso hacia lo inaccesible; a
nadie más dejaban entrar ahí, salvo a nosotras. Algunas veces crujía la madera
del piso, o la de la escalera. Mónica, la bibliotecaria, asomaba detrás de la
puerta y se nos ponía la piel de gallina: “¿Qué están haciendo?” Muchas veces
volví sola, ya no me engañaba. Pero el lugar no había perdido su magia; yo
había crecido.
Nunca pasó nada
realmente extraordinario en el ala trasera de la biblioteca escolar; lo del
pasadizo al subsuelo, por ejemplo, podría, tendría
que haber ocurrido. Pero no. Esa escena quedó para la revancha legítima que la
ficción permite. No es noticia que la literatura, sobre todo la producida durante
la escritura temprana, suele convertirse en una gran compiladora de sucesos
truncados y tesoros ridículos.
La biblioteca no
es un lugar para sentarse a leer. Y el orden alfabético aburre a los libros, despista
a los lectores. Los estantes parecen reclamar un reordenamiento, y si es
posible que empiece por el desorden, mejor. Los huéspedes prefieren estancias
rotativas. El libro siempre está dispuesto a caminar, por eso nos espera para
cruzar de la mano.
¡Perversa
iluminación la del deseo que corrompe al no lector de biblioteca! Aunque Silvio
Astier no hubiera preguntado, los habría tomado a todos de una vez —otra vez— y se los habría llevado con
una mirada ultrajante, una sonrisita libidinosa.
Fotos.
De Artículos y Revisiones.
¡Exquisito Delfi!
ResponderBorrarDe chico era socio de la biblioteca popular de acá, pero a fuerza de libros jamás retirados y cuotas pagadas en vano al final me terminé borrando. De más está decir que la nuestra es una versión de bolsillo digamos.
Mi escuela secundaria tenía una biblioteca pobrísima y siempre ocupada por gente webeando.
En resumen: mi paso por las bibliotecas es casi nulo.
Por suerte existe la posibilidad de crear bibliotecas personales y dejar que los libros circulen, "caminen" de nuestra mano o solitos. Yo los dejo libres y siempre aparecen en diferente orden. Aunque, pensando mejor, tal vez los cambie la señora que limpia.